lunes, 28 de noviembre de 2011

AÑO 1000 (MÁS O MENOS)

Mi padre era solo un niño, un niño de unos nueve años, cuando los hombres del norte llegaron por primera vez a  la aldea. Lo arrasaron todo,  las pequeñas embarcaciones de los pescadores, los corrales de los animales, las casas... todo ardía, iluminando una orgía de pillaje y muerte. Mi padre vio como el suyo, apenas tuvo tiempo de saltar del jergón en el que dormía abrazado a mi abuela,  para que un gigante le cortara el cuello, ahogando un grito de rabia y terror que nunca llego a salir de su boca, después el gigante se echó encima de su reciente viuda, dándole una bofetada al tiempo que miraba a sus tres hijos, para que se dejase hacer bajo el peso de la amenaza de un nuevo crimen, cuando el gigante comenzó a moverse ritmicamente, mi padre cogió la espada manchada con la sangre de mi abuelo, y la dejó caer sobre el cuello del asesino, cortándolo hasta la mitad, más sangre, más gritos de los pequeños, mi padre cogió  de la mano a mi abuela, a sus hermanos y los guió hasta su escondite en el monte, desde donde pudieron ver arder su casa, las casas de sus amigos y todo lo que tenían...

Habían pasado siete años, ahora el niño era un hombre, muy joven, pero un hombre, habían reconstruido la aldea, y a pesar de que había quedado diezmada y que reconstruir todo fue muy duro, a base de esfuerzo e inteligencia  habían salido adelante. De los trescientos habitantes, tras el ataque quedaron unos doscientos, de los cuales, unos treinta quedaron malheridos, en la actualidad había unas cuatrocientas personas, estaban pensando incluso en construir una iglesia, para evitar tener que trasladarse para los bautizos y las bodas.

A pesar de la prosperidad y de la bonanza, mi padre y todos los que habían sufrido el ataque, vivían obsesionados con la vuelta de los hombres del norte, todas las noches apostaban dos vigías, ya que un descuido haría que todo lo que habían conseguido a base de esfuerzo y sacrificios volviese a quedar en nada.

Una noche clara y estrellada, divisaron a lo lejos una vela cuadrada, el vigía corrió, y aviso, había llegado el momento que habían temido y en el fondo deseado, se prepararon para luchar, ellos no eran guerreros, pero mi padre había ideado un plan, que tras mucho debate fue aceptado por todo el pueblo. Se llevaron a las mujeres y a los niños pequeños, y se escondieron, cerca de las viejas casas que habían reconstruido. Desde un alto pudieron observar como unos cuarenta hombres se bajaron del barco con cabeza de dragón y como sigilosamente se acercaron al pueblo, una vez allí comenzaron a dar alaridos y a entrar en las casas con las armas preparadas, había llegado el momento, empaparon sus flechas en aceite, las prendieron, y dispararon los arcos, cuando cayó la primera flecha comenzó a arder todo el perímetro del pueblo y después todas y cada una de las casas. Murieron todos los asaltantes, la mayor parte asfixiados, unos cuantos quemados y el resto, rematados a golpes.

Habían reconstruido el pueblo dentro de la montaña, solo unos cientos de metros hacía el interior, reconstruyendo el viejo solo en apariencia, solo para que no aparentase ser una ruina, después, habían embreado el perímetro y  las casas, convirtiéndose en una trampa de la que era imposible salir. Contaron a los muertos, había cuarenta y tres. Mi padre se vistió con las ropas de uno de los invasores y otros hombres los imitaron luego, tomaron el barco, en el que quedaban unos veinte hombres, solo tuvieron que matar a dos más, haciendo prisioneros a los demás. Habían permanecido en el barco para vigilar a diez rehenes por los que pensaban pedir rescate, su error fue la confianza que tenían en que arrasarían con suma facilidad una aldea de pescadores, como siempre habían hecho.

 Entre los rehenes había una joven vascofrancesa, mi padre y ella se miraron, y ya nunca dejaron de mirarse.

Mi padre convertido en líder, propuso darles un escarmiento que nunca olvidasen, que volviesen a su pueblo, sí, pero de una forma que nunca nadie pudiese olvidar y que sirviese de escarmiento, que hiciese que se cualquiera se pensase atacarlos de nuevo.

Cegaron a doce de los prisioneros, dejando sus extremidades completas para que pudiesen remar, a los demás para que guiasen al resto, solo los dejaron tuertos, pero a cambio a uno le cortaron una mano, a otro un pie, a los otros cuatro les dejaron todos los miembros, tras arrancarles las orejas y cortarles los labios... Llenaron el barco con abundante carne y un saco lleno con una nota escrita en latín, pusieron el saco al fondo, detrás del resto de provisiones, para que cuando lo abriesen ya no hubiera remedio. El barco con los mutilados se hizo a la mar.

La carne era la de los guerreros muertos, y en el último saco había diez cabezas cortadas, y en la nota ponía, "OS HABÉIS COMIDO A VUESTROS AMIGOS".

No se sabe la suerte que corrieron estos marinos lisiados, pero lo cierto es que nunca más se sufrió una incursión.
Mi padre cansado del mar que tanto dolor le había causado, se marchó con la joven vasconfrancesa, mi madre, se fueron al interior, a Villalba, allí al cabo de diez meses nací yo, cuando me bautizaron, en el momento en que el sacerdote preguntó por mi nombre, mi padre lloró, la única vez en su vida, y con los ojos llenos de lagrimas y el corazón lleno de orgullo dijo.

-Manuel, se llama MANUEL FRAGA IRIBARNE.


Hala! Y desde esas hasta hoy. Lo iba a escribir el día 23, pero me dio pereza, besos a todos.

1 comentario:

Miyagi dijo...

Que bueno, pero que bueno!