TERROR-
Manuel Villalba era un hombre muy
metódico. En la mesa de su oficina, por ejemplo, cada útil se encontraba
siempre ubicado en el mismo lugar, ordenado al milímetro, la grapadora pegada al ordenador, los clips en
tres cajas diferentes según sus tamaños, el teléfono siempre con la misma
inclinación. En su casa pasaba lo mismo, siempre estaba igual, uno no podía
saber si había estado allí recientemente o había estado fuera durante meses; la
nevera parecía una sección del ejército Norcoreano, el edredón de su cama
colgaba exactamente igual por ambos lados. Siempre estaba todo recogido, todo
ordenado, cada armario, cada alacena y cada objeto en el mismo sitio.
Este gusto exagerado por el orden le había
sido inculcado por su madre. La mujer enviudó joven y desde la fatídica fecha
en que su marido falleció al ser atropellado por un autobús, mientras cruzaba una calle, completamente borracho, al regresar a su hogar desde una
casa de citas en la que solía desfogarse de la amargura que le producía la contemplación
de su vida con una mujer que iba de “cuello largo” hasta en la cama y el hijo
que cada día se parecía menos a él y más a la bruja que lo engaño con un calor
y un cariño que poco a poco se fue disolviendo en un orden cada vez más
estricto.
Así que la Viuda de Villalba, como le
gustaba ser llamada, decidió volcarse en
su hijo para que éste no cayese en el desorden, tanto moral como material en
el que vivía su difunto esposo. Fue tanta la dedicación y el esmero de la Viuda de Villalba en la
educación de su hijo que este se convirtió en el paradigma del orden y la
limpieza. Teniendo en cuenta que su padre murió cuando el pequeño Manuel
contaba seis años, y que a los ocho años ya era un primor en todo lo
relacionado con la pulcritud, maneras e higiene, hay que reconocerle el mérito
a la antigua Señora de Villalba.
Manuel se hizo médico.
Manuel nunca tuvo novia.
Manuel tuvo su primera relación
sexual con una mujer a los 36 años.
Manuel Villalba siempre sacó
matrículas de honor, fue el Nº 1 de su promoción, por lo que pudo escoger su
destino y como quería un puesto aislado donde pudiese vivir tranquilo y
organizar todo a su gusto y a sus maneras,
se convirtió en el médico de la Residencia de Ancianos “ El Egido del
Camposanto”. La verdad es que a los ancianos lo del Camposanto les daba algo de
miedo pero como los servicios eran excepcionales y además estaban
subvencionados, el nombre pronto careció de importancia y las listas de espera
se hicieron cada vez más largas. Cuando Manuel se hizo cargo de la salud de los
residentes había una lista de espera de unas 100 almas y en la actualidad la
lista se aproximaba a las 1.000. Gran parte de la culpa de este aumento en la
demanda se debía al trabajo de Manuel, al trato humano que daba a cada paciente
y a las mejoras higiénico sanitarias que logró en un tiempo record.
Los pacientes lo adoraban a pesar
de su manía de colocar todo lo que hubiese en la habitación, no podía dejar una
prenda sin doblar ni nada fuera de lugar.
La madre de Manuel cogió una
extraña enfermedad degenerativa en la que si bien era consciente de todo y
mantenía la lucidez que siempre la había caracterizado, sus facultades motrices
desaparecieron poco a poco, así como la capacidad de hablar, solo podía emitir
sonidos guturales.
Manuel consiguió llevarse a su
madre a la residencia y la instaló en el pequeño apartamento que tenía dentro
de la misma.
La viuda de Villalba dejó este
mundo el mismo día que su hijo cumplió 36 años.
Manuel mismo certificó la muerte
de su madre.
Durante la incineración de la
viuda de Villalba, el doctor estaba inusualmente nervioso. Todo el mundo
pensaba que era debido al profundo dolor que debía sentir al perder a la única
persona a la que estaba unido. En realidad solo trataba de disimular la enorme
alegría que sentía al ver desaparecer a la maldita bruja, a la que solo le
había perdido el miedo cuando la dejo primero sin poder moverse y luego sin
poder hablar.
La enfermedad que sufría su
querida madre se la había provocado él. Cada vez que le inyectaba su “medicina”,
si sentía algo de culpa, para seguir adelante le bastaba recordar la horrible
infancia que le había hecho pasar, mientras los demás niños jugaban, el
estudiaba o aprendía algo, o limpiaba algo, o recogía algo y siempre haciéndole
sentir culpable; por la muerte de su padre, por si algo iba mal en casa, por
sacar un 9´50 en vez de un 10. Castrándolo en vida. Maldita zorra nunca le había
dado ni un pizca de cariño, lo que si le había dado era una educación y una
forma de actuar muy metódica que hacía que no dejase rastro, ni huellas que
seguir, además de una enorme paciencia que le permitía esperar el momento
preciso e incluso crearlo el mismo.
Cuando terminó la carrera solo
quería un sitio donde le dejasen hacer su trabajo a gusto y donde gozase de
independencia total para llevarlo a cabo. La residencia era el lugar ideal. Hasta
le dejaron seleccionar al resto del personal que iba a trabajar con él.
Cuando se llevó con él a su
decrépita madre, sentía la admiración del resto de la gente, el joven doctor dedicado por entero a su trabajo, tratando a cada paciente con una dedicación que rayaba lo exagerado y encima haciéndose
cargo de su querida madre.
Le encantaba esta farsa, el hecho
de matarla poco a poco mientras la torturaba con pequeñas cosas, como ponerla
cara a la pared durante horas, tumbarla y colocar una araña por el cuerpo
mientras veía como el pánico se
reflejaba en sus ojos, ponerle un ratón muerto en el plato de la comida y cada
vez que le daba una cucharada enseñárselo. Pero como todo lo bueno, esto tenía
que acabar, la enfermedad ya estaba muy avanzada y pronto dejaría de
comprender. La viuda de Villalba en breve pasaría a un estado vegetativo en el
que no podría comprender ni sentir nada.
Lo último que vio la Viuda de Villalba fue a su
hijo mientras la violaba, incapaz de moverse ni de gritar.
No es que a Manuel le excitasen
los ancianos, ni su madre, lo que a Manuel le excitaba era en este caso la
venganza y causar sufrimiento, ver en los ojos de su víctima el dolor, la
vergüenza y la sorpresa…
Tras el funeral de su madre,
trazó un plan (ya habíamos dicho que era un hombre muy metódico), cuando uno de
los inquilinos se encontraba en un estado casi terminal, aunque con sus
facultades mentales sino intactas al menos en buen estado, escribía una atenta carta a sus familiares
pidiendo permiso para hacerse cargo personalmente de los cuidados de estos
pobres infelices, para (esto siempre lo escribía con una sonrisa sádica) poder
darle los mismos cuidados que había ofrecido a su difunta madre en sus últimos
días.
Una vez que las incautas familias
le daban el permiso maravillados por la
infinita bondad del doctor, el enfermo o enferma, era trasladado a su apartamento,
en donde aplicaba los mismos cuidados que había ofrecido a su progenitora, si
bien perfeccionando la agonía de sus víctimas.
Pronto fue conocido como “El
santo de El Egido”.
Bicos otro día más.